Cuando llegué a la madurez intelectual y empecé a preguntarme a mí mismo si era ateo, o teísta, o panteísta, materialista o idealista, cristiano o libre pensador, vi que cuanto más aprendía y reflexionaba sobre estas cosas menos dispuesto estaba a dar una repuesta. Hasta que, al fin, llegué a la conclusión de que yo no tenía arte ni parte en ninguna de estas denominaciones, excepto la última. La única cosa en que estaba de acuerdo la mayoría de aquella buena gente era la única cosa en que yo me consideraba distinto. Ellos tenían la absoluta certeza de que habían alcanzado una cierta gnosis, con mayor o menor éxito habían solucionado el problema de la existencia; mientras que personalmente estaba totalmente cierto de que yo no y bastante convencido de que el problema era insoluble. Teniendo a Hume y a Kant de mi lado, no me podía considerar presuntuoso en dejarme llevar por esta opinión.
Ésta era mi situación cuando tuve la buena suerte de que se me concediera ocupar un sitio entre los miembros de esta notable confraternidad de antagonistas, ya hace tiempo desaparecida, pero de perenne y piadosa memoria, la Sociedad Metafísica. Allí se hallaban representadas todas las variedades de opiniones filosóficas y teológicas, que podían manifestarse con total franqueza. La mayoría de mis colegas pertenecían a un «ismo» de un signo u otro; y, por más amables y amistosos que pudieran ser, yo, que carecía de toda etiqueta que ponerme encima, no lograba liberarme de ciertos incómodos sentimientos, parecidos a los que posiblemente tuvo la zorra de la historia cuando, tras liberarse de la trampa en que había quedado prendida su cola, se presentó ante sus compañeros debidamente dotados. Debido a esto, reflexioné e inventé el que imaginaba era el título adecuado de «agnóstico». Me vino a la mente como sugerentemente antitético del de «gnóstico» de la historia de la Iglesia, que tanto saber profesaba de lo mismo que yo tanto ignoraba. Aproveché la primera oportunidad que tuve de exponerlo ante nuestra Sociedad, para mostrar que también yo tenía cola como las restantes zorras. Para gran satisfacción mía, el término cuajó; y cuando el «Spectator» lo apadrinó, desapareció por completo, de las mentes de la gente respetable, cualquier sospecha que pudiera haber despertado en ellas el hecho de haber sabido quién le había dado origen.
Ésta es la historia del origen del término agnóstico y agnosticismo.
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Del ensayo Agnosticism, citado por A. Castell y D. M. Borchert, An Introduction to Modern Philosophy, Macmillan, Nueva York-Londres 1983, 4ª ed., p. 215-216.
Del ensayo Agnosticism, citado por A. Castell y D. M. Borchert, An Introduction to Modern Philosophy, Macmillan, Nueva York-Londres 1983, 4ª ed., p. 215-216.
Prof. Lic. Claudio Andrés
Godoy
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