jueves, 2 de agosto de 2012

Friedrich Nietzsche: el socratismo, decadencia de Grecia


“427. La aparición de los filósofos griegos desde Sócrates es un síntoma de decadencia; los instintos antihelénicos toman la supremacía...

La «sofistica» es aún completamente helénica -incluidos Anaxágoras, Demócrito, los grandes jónicos-; pero como formas de transición. La polis pierde su fe en la peculiaridad de su cultura, en el derecho de dominio sobre cualquier otra polis... Se cambia la cultura, es decir, «los dioses», por lo que se pierde la fe en el derecho primordial del deus autochthonus. Se mezclan los bienes y los males de diversas procedencias; se hacen borrosos los límites entre el bien y el mal... Éste es el sofista.

El filósofo, por el contrario, es la reacción; él quiere la antigua virtud. Ve la razón de la decadencia en la ruina de las instituciones; ve la decadencia en la ruina de la autoridad; quiere nuevas autoridades (viaje al extranjero, conocimiento de las literaturas extranjeras, de las religiones exóticas...); quiere la polis ideal, mientras que al concepto de polis le ha pasado ya su tiempo (aproximadamente como los judíos se mantienen como pueblo después de haber caído en la esclavitud). Se interesan por todos los tiranos: quieren establecer la virtud con force majeur. 

Paulatinamente, todo lo puramente helénico es acusado como responsable de la decadencia (y Platón es tan ingrato contra Pericles, Homero, la tragedia, la retórica, como los profetas con David y Saúl). La decadencia de Grecia es interpretada como una objeción contra los fundamentos de la cultura helénica. Error fundamental de los filósofos. Conclusión: el mundo griego desaparece. Causas: Homero, el mito, la moralidad antigua, etcétera.

El desarrollo antihelénico de las valoraciones filosóficas: lo egipcio («vida tras la muerte» como juicio final); lo semítico la «dignidad del sabio», el Scheich); los pitagóricos, el culto subterráneo, el silencio, el terror del más allá empleado como medio, la matemática; valoración religiosa, una especie de comercio con el todo cósmico; lo sacerdotal, lo ascético, lo trascendente -la «dialéctica»-; yo pienso que ya en Platón se descubre una horrible y pedantesca sutileza de concepto. Decadencia del buen gusto intelectual; ya no se siente lo feo y chillón de toda dialéctica directa. 

Juntas van las dos decadencias: los movimientos y extremos: a) la decadencia opulenta, amable y maliciosa, la que ama el lujo y el arte; b) el ennegrecimiento del pathos moral religioso, el endurecimiento estoico, la calumnia platónica de los sentidos, la preparación del terreno para el cristianismo.
429. Los sofistas no son otra cosa que realistas: formulan los valores y las prácticas familiares a todo el mundo para elevarlas al rango de valores; tienen la valentía particular a todos los espíritus vigorosos, de conocer su inmoralidad:..

¿Se creerá quizá que estas pequeñas ciudades libres griegas fueron guiadas por principios de humanidad y de justicia? ¿Se puede hacer a Tucídides un reproche del discurso que puso en boca de los embajadores atenienses cuando trataron con los milesios de la destrucción o la sumisión?

Hablar de virtud en medio de esta tensión espantosa no era posible sino a hipócritas redomados, o bien a solitarios que viviesen aparte, a eremitas, a fugitivos o emigrantes fuera de los límites de la realidad..., personas todas que utilizaron la negación para poder vivir.

Los sofistas eran griegos; cuando Sócrates y Platón tomaron el partido de la justicia eran judíos o yo no sé qué. La táctica de Grote para defender a los sofistas es falsa: quiere elevarlos al rango de personas honradas y de moralistas; pero precisamente su honradez consistió en no hacer chascarrillos con las grandes palabras de virtud...

430. La razón profunda que preside a una educación en el sentido de la moral fue siempre la voluntad de realizar la certidumbre de un instinto: de suerte que ni las buenas intenciones ni los buenos medios tuvieron necesidad de penetrar primero, como tales, en la conciencia. Del mismo modo que el soldado hace el ejercicio, el hombre debía aprender a obrar. Efectivamente, semejante inconsciencia forma parte de toda perfección: el mismo matemático obra inconscientemente en sus combinaciones. . .

¿Qué significa, pues, la reacción de Sócrates, que recomienda la dialéctica como un camino para la virtud y que se divertía en ver que la moral no podía justificarse de una manera lógica?... Pero esto es precisamente lo que constituye su buena calidad; sin ella no vale nada...

Echar por delante la demostración como condición del valor personal en la virtud es simplemente la disolución de los instintos griegos. Ellos mismos son tipos de descomposición, todos esos grandes virtuosos, todos esos grandes fabricantes de palabras.

En la práctica esto significa que los juicios morales han perdido el carácter condicionado de donde salieron y que les daba un solo sentido; se les ha desarraigado de su suelo griego político para desnaturalizarlos bajo la apariencia de la sublimación. Las grandes concepciones «bueno»,  «justo», están separadas de las primeras condiciones de que forman parte; bajo la forma de «ideas», que se han hecho libres, son objetos de la dialéctica. Detrás de ellas se oculta una verdad, se las considera como entidades o como signos de entidades; se inventa un mundo en el que están como en su casa, un mundo del que proceden.

En resumen: el escándalo ha alcanzado su colmo en Platón. Era necesario desde entonces inventar también el hombre abstracto y completo: el hombre bueno, justo, sabio, el dialéctico: en una palabra, el espantajo de la filosofía antigua; una planta separada del suelo; una humanidad sin ningún instinto determinado y regulador; una virtud que se «demuestra» por razones. Éste es por excelencia «el individuo» perfectamente absurdo. El más alto grado de la contra-naturaleza...

En resumen: La demostración de los valores morales tuvo por consecuencia crear el tipo desnaturalizado del hombre: el hombre «bueno», el hombre «feliz», el «sabio». Sócrates es un monumento de profunda perversión en la historia de los valores.

Sócrates
431. Este cambio del gusto en favor de la dialéctica es un gran signo de interrogación; ¿que sucedió realmente? Sócrates, el que lo realizó, llegó a vencer un gusto principesco, el gusto de lo noble: el pueblo venció por medio de la dialéctica. Antes de Sócrates la buena sociedad rechazaba la dialéctica; se creía que ella nos hacía vulnerables; se prevenía a la juventud contra ella. ¿A qué este aparato de razonamientos? Contra los demás se tiene la autoridad. Se manda esto y basta. Entre sí, inter pares, se tiene la tradición, aun sin la autoridad; y, en último término, se «comprenden». No quedaba lugar para la dialéctica. También se desconfiaba de aquella facilidad para encontrar argumentos. Las cosas honestas no tenían su razón tan a mano. Es algo indecente mostrar los cinco dedos de la mano. Lo que se puede demostrar tiene poco valor. Se desconfía de la dialéctica y el instinto de todos los oradores de todos los partidos sabe que es poco persuasiva. Nada es más fácil de destruir que un efecto dialéctico. La dialéctica sólo puede ser un arma de defensa. Hay que estar en un apuro, se tiene que ver pisoteado el propio derecho; antes no hay que hacer uso de ella. Los judíos eran por eso dialécticos; el zorro lo es, Sócrates lo fue. Se tiene en la mano, con ella, un instrumento despiadado. Se puede tiranizar con ella. Quien vence queda indefenso. Se abandona a su víctima la prueba de que no se es un idiota. Se exaspera a la gente permaneciendo fríos como la razón vencedora; se despotencializa la inteligencia de sus adversarios. La ironía del dialéctico es una forma de la venganza popular: los oprimidos tienen su ferocidad en la fría punta de acero del silogismo.

Para Platón, como hombre de excesiva sensibilidad y de fantasía, el encanto del concepto fue tan grande que divinizó y reverenció involuntariamente el concepto como forma ideal. La embriaguez dialéctica, como conciencia de adquirir por ella un señorío sobre sí mismo, como instrumento de la voluntad de poderío.

437. Los verdaderos filósofos, entre los griegos, son los que precedieron a Sócrates (con Sócrates hay algo que se transforma). Son personajes distinguidos que se colocan aparte del pueblo y de las costumbres, que han viajado mucho, serios hasta la austeridad, con la mirada lenta, instruidos en los asuntos de Estado y en la diplomacia. Ellos anticipan por encima de los sabios todas las grandes concepciones de las cosas: representan ellos mismos esas grandes concepciones, ellos mismos se hacen sistema. Nada da una más alta idea del espíritu griego que esta fecundidad repentina en tipos, esta integralidad involuntaria en la serie de las grandes posibilidades del ideal filosófico. Yo no veo más que una gran figura entre los que siguen después; figura tardía y necesariamente la última: el nihilista Pirrón; su instinto va dirigido contra todo lo que, en el intervalo, alcanza supremacía, los socráticos, Platón (Pirrón vuelve, por encima de Protágoras, a Demócrito...).

La «sabia» fatiga: Pirrón. Vida humilde entre los humildes, nada de orgullo. Vivir de la manera vulgar; venerar y creer todo lo que los demás creen. Guardarse de la ciencia y del intelecto, de todo lo que hincha. Ser, sencillamente, de una paciencia indescriptible, ser indiferente y dulce. Un budista de la Grecia, crecido entre el tumulto de las escuelas; tardío; fatigado; la protesta del cansancio contra el celo de los dialécticos; la incredulidad que inspira a las almas fatigadas la importancia de todas las cosas. Ha visto a Alejandro, ha visto a los penitentes indios. Sobre tales hombres, tardíos y refinados, todo lo que es bajo, todo lo que es pobre, todo lo que es idiota ejerce seducción. Esto narcotiza, esto distiende (Pascal). Por lo demás, viven y sienten con las gentes, al unísono de las gentes, tienen un poco de afecto para todo el mundo, tienen necesidad de calor, esos hombres fatigados... Superar la contradicción; nada de lucha; no desear las distinciones honoríficas; negar los instintos griegos (Pirrón vivía con su hermana, que era comadrona). Disfrazar la sabiduría para no llamar la atención, cubrirla con un manto de pobreza y de harapos: ir al mercado a vender cerdos de la India... La dulzura, la caridad, la indiferencia: despreciar las virtudes que necesitan «pose»: colocarse a un nivel uniforme, aun en la virtud; última victoria sobre sí mismo, última indiferencia.

Pirrón es semejante a Epicuro: representan el uno y el otro dos formas de la decadencia griega. Están emparentados por su odio a la dialéctica y a todas las virtudes histriónicas -las dos cosas reunidas se llamaban entonces filosofía-; con intención, estimaban poco todo lo que amaban los filósofos; escogían para designarlo los nombres más vulgares y más despreciados; representar un estado en el que no se está ni enfermo, ni sano, ni muerto, ni vivo. Epicuro es más ingenuo, más idílico, más reconocido; Pirrón más experimentado, más bajo, más nihilista... Su vida fue una protesta contra la gran doctrina de la identidad felicidad, virtud, conocimiento). No se acelera la vida verdadera por la ciencia: la sabiduría no nos hace «sabios»... La vida verdadera no quiere la felicidad, se desinteresa de la felicidad...

438. La lucha contra «la antigua fe», tal como la emprendió Epicuro, era, en el sentido riguroso, la lucha contra el cristianismo preexistente, la lucha contra el mundo antiguo ya obscurecido, contaminado de la moral, penetrado del sentimiento de la falta, viejo y enfermo.

No es la «corrupción de las costumbres» de la antigüedad, sino precisamente su moralismo lo que crea las condiciones bajo las cuales el cristianismo puede hacerse dueño de la antigüedad. El fanatismo moral (en resumen: Platón) destruyó el fanatismo transmutando su valor y vertiendo veneno en la inocencia. Deberíamos, por último, comprender que lo que con esto fue destruido era una cosa superior, si se la compara a lo que domina luego. El cristianismo salió de la corrupción psicológica, echó raíces en un suelo corrompido”[1].
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La voluntad de poder, texto de Textos de los grandes filósofos: edad contemporánea, Herder, Barcelona 1990, p.82-88.

Prof. Lic. Claudio Andrés Godoy


[1] NIETZSCHE, Friedrich, La voluntad de poder, texto de Textos de los grandes filósofos: edad contemporánea, Herder, Barcelona 1990, pp.82-88.

REDUCCIÓN AL ABSURDO


(Del latín reductio ad absurdum) Razonamiento que se basa en demostrar que un  conjunto de afirmaciones formado por las  premisas y la negación de su conclusión lleva a una contradicción (ver ejemplo). Equivale a razonar de la siguiente manera: si el hecho de suponer verdadera  ¬A (no-A) nos lleva a una contradicción, entonces A es necesariamente verdadera y ¬A necesariamente falsa.

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ALÉTHEIA


(Del griego G8Z2,4" que se traduce por desocultamiento, desvelamiento o verdad). Está formada por la privación G (a), del verbo griego 8"<2V<T (lanthano) que significa estar o permanecer oculto. De ahí se deriva una noción de verdad como desocultamiento y, consiguientemente, una previa concepción del ser como lo escondido u ocultado que, cuando es conocido verdaderamente se desoculta y muestra lo verdadero, G8Z2ZH (alethés). El problema del acceso a la G8Z2,4" surge con el poema de Parménides, en el que opone la vía de la verdad a la vía de la opinión o falso conocimiento, y se concibe la verdad como la unidad entre el ser y el pensar.

En la filosofía contemporánea, Heidegger ha retomado el análisis de este concepto y ha criticado la concepción de la verdad como adequatio rei et intellectus en la que la verdad sigue concibiéndose como una relación de conformidad, tesis que ha impregnado toda la historia de la filosofía medieval y moderna. En El ser y el tiempo y La esencia de la verdad, Heidegger se opone a aquella concepción y sostiene la concepción griega clásica de la verdad como desocultamiento. Ahora bien, este desocultamiento tiene su fundamento en el propio Dasein, y es revelación de la existencia, de manera que la verdad se muestra plenamente sólo cuando la existencia se revela a sí misma. En la segunda obra mencionada, Heidegger sostiene que la esencia de la verdad (G8Z2,4") es la libertad. En cualquier caso, Heidegger recalca el carácter privativo de la noción de G8Z2,4": puesto que es des-ocultamiento, el ocultamiento es lo originario. En parte, este análisis heideggeriano fue anticipado por Ortega y Gasset.

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ATEÍSMO


(del griego 2,ÒH, theós, dios, y de la a privativa: sin dios). En el aspecto teórico, es la negación de la existencia de Dios o de la posibilidad de conocer su existencia, o hasta la afirmación de que «Dios» es un concepto carente de sentido. En su aspecto práctico, coincide con la indiferencia religiosa de quien vive de forma que no tiene en cuenta para nada el concepto de Dios. Ateo es, pues, quien sostiene, en la teoría o en la práctica, que «Dios no existe».

Son teóricamente ateos todos aquellos sistemas filosóficos que se fundamentan en el materialismo o en el monismo materialista, como por ejemplo, en la antigüedad el atomismo, el epicureísmo, T. Campanella, en el Renacimiento, el materialismo francés de la Ilustración, los hegelianos de izquierda, como Feuerbach y Marx, el materialismo dialéctico; lo son también el existencialismo, por lo menos en autores como Camus y Sartre, influidos por Nietzsche; el panteísmo en general y el idealismo alemán en cuanto identifica el absoluto con la conciencia humana. En el ateísmo teórico, o filosófico, la negación razonada de la existencia de Dios se considera totalmente coherente con las afirmaciones básicas del propio sistema filosófico, o bien simplemente se considera incompatible con el sistema la afirmación de la existencia de Dios, o hasta la misma noción o concepto de Dios. En este sentido, son de notar los denominados ataques globales al teísmo, que sostienen que no sólo es improbable la existencia de Dios, sino que es imposible, por tratarse de un concepto incoherente o contradictorio. Así, Kai Nielsen y M. Durrant, para quienes este concepto carece totalmente de sentido al no poder nosotros señalar ningún referente de Dios; o A. Flew, quien afirma que la noción de «ser perfecto», el ser que posee todas las perfecciones, incluidas por tanto las contradictorias, es también contradictoria, o bien que la noción cristiana de Dios creador y omnipotente es incompatible con la libertad humana.

Sostienen, por otro lado, un ateísmo práctico, además del teórico, aquellos sistemas filosóficos que propugnan una visión del mundo de la que se excluye positivamente la idea de Dios: Nietzsche, que proclama una moral cuyo punto de partida es que «Dios ha muerto»; el existencialismo del que Sartre afirma que es la consecuencia coherente de la inexistencia de Dios, o el marxismo, para el que la crítica a la religión es la condición previa de toda crítica. Se suele hablar también de un ateísmo postulatorio, a saber, aquel que supone que la negación de la existencia de Dios es una premisa o postulado del propio sistema; éste es el caso, por ejemplo, del existencialismo de Sartre.
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AGNOSTICISMO


(del griego agnostos, de agnoein, no saber, ignorar) Término acuñado por Thomas Henry Huxley (1825-1895), en 1869, para diferenciar su sistema de ideas del de los metafísicos, en el seno de la Metaphysical Society, que mantenían poder probar la existencia de Dios o sostenían la racionalidad de la fe. En general, supone la afirmación de que no hay que creer en aquello para lo cual no existen suficientes pruebas. En sentido estricto, suele entenderse como la afirmación de que no es posible afirmar racionalmente la existencia de Dios ni su no existencia (ver texto).
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Thomas H. Huxley: el agnosticismo

Mirando hacia atrás, casi cincuenta años lejos, me veo como un muchacho, cuya educación se ha visto interrumpida y que, intelectualmente, quedó, durante algunos años, a merced de su propio ingenio. Era, por aquel entonces, un voraz lector omnívoro; un soñador amante de especulaciones, dotado del coraje que lleva a interesarse por cualquier tema, que es la bendita compensación de la juventud y la inexperiencia. Entre los libros y los ensayos que leí por aquella época, que abarcaban cualquier cuestión desde la metafísica a la heráldica, dos dejaron una impresión indeleble en mi mente. Uno fue la Historia de la civilización, de Guizot, el otro el ensayo de Sir William Hamilton Sobre la filosofía de lo incondicionado. Este último era una lectura rara para un muchacho de mi edad y es posible que no comprendiera buena parte del mismo; sin embargo, lo devoré con avidez y dejó grabada en mi mente la intensa convicción de que los hombres siempre están dispuestos a decir ingeniosas frases como respuesta, hasta en las cuestiones más solemnes e importantes, y que la limitación de nuestras posibilidades hace que, para estas cuestiones, la respuesta no sea sólo imposible de hecho, sino teóricamente inconcebible.

Cuando llegué a la madurez intelectual y empecé a preguntarme a mí mismo si era ateo, o teísta, o panteísta, materialista o idealista, cristiano o libre pensador, vi que cuanto más aprendía y reflexionaba sobre estas cosas menos dispuesto estaba a dar una repuesta. Hasta que, al fin, llegué a la conclusión de que yo no tenía arte ni parte en ninguna de estas denominaciones, excepto la última. La única cosa en que estaba de acuerdo la mayoría de aquella buena gente era la única cosa en que yo me consideraba distinto. Ellos tenían la absoluta certeza de que habían alcanzado una cierta gnosis, con mayor o menor éxito habían solucionado el problema de la existencia; mientras que personalmente estaba totalmente cierto de que yo no y bastante convencido de que el problema era insoluble. Teniendo a Hume y a Kant de mi lado, no me podía considerar presuntuoso en dejarme llevar por esta opinión.

Ésta era mi situación cuando tuve la buena suerte de que se me concediera ocupar un sitio entre los miembros de esta notable confraternidad de antagonistas, ya hace tiempo desaparecida, pero de perenne y piadosa memoria, la Sociedad Metafísica. Allí se hallaban representadas todas las variedades de opiniones filosóficas y teológicas, que podían manifestarse con total franqueza. La mayoría de mis colegas pertenecían a un «ismo» de un signo u otro; y, por más amables y amistosos que pudieran ser, yo, que carecía de toda etiqueta que ponerme encima, no lograba liberarme de ciertos incómodos sentimientos, parecidos a los que posiblemente tuvo la zorra de la historia cuando, tras liberarse de la trampa en que había quedado prendida su cola, se presentó ante sus compañeros debidamente dotados. Debido a esto, reflexioné e inventé el que imaginaba era el título adecuado de «agnóstico». Me vino a la mente como sugerentemente antitético del de «gnóstico» de la historia de la Iglesia, que tanto saber profesaba de lo mismo que yo tanto ignoraba. Aproveché la primera oportunidad que tuve de exponerlo ante nuestra Sociedad, para mostrar que también yo tenía cola como las restantes zorras. Para gran satisfacción mía, el término cuajó; y cuando el «Spectator» lo apadrinó, desapareció por completo, de las mentes de la gente respetable, cualquier sospecha que pudiera haber despertado en ellas el hecho de haber sabido quién le había dado origen.

Ésta es la historia del origen del término agnóstico y agnosticismo.

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Del ensayo Agnosticism, citado por A. Castell y D. M. Borchert, An Introduction to Modern Philosophy, Macmillan, Nueva York-Londres 1983, 4ª ed., p. 215-216.

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Jesús Mosterín: dogmáticos y escépticos

Si un individuo cree de hecho todas y sólo las ideas en que le resulta racional creer, o al menos está siempre dispuesto a modificar su sistema de creencias en tal sentido, diremos de él que es racional en sus creencias. Si cree más ideas que las que racionalmente puede creer, diremos que es un dogmático; si cree menos, un escéptico.

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Racionalidad y acción humana, Alianza, Madrid 1978, p. 23.

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LICEO


Escuela fundada por Aristóteles en el año 336 a.C. Dicha escuela es conocida con este nombre porque Aristóteles la fundó en un edificio de Atenas, anexo a un gimnasio y a un templo dedicados a Apolo Liceio, fundados por Pericles en la explanada situada entre el río Ilisio y el monte Licabeto. 

Puesto que a menudo las enseñanzas se realizaban en un paseo porticado cubierto o Perípatos, también  se conoce con el nombre de escuela de los peripatéticos (paseantes) o escuela peripatética.

Aristóteles, que había sido discípulo de Platón en la Academia platónica, fundó esta escuela al regresar a Atenas poco después de la muerte de Filipo de Macedonia y de la ascensión al trono de Alejandro Magno. Por entonces Platón ya había muerto y Aristóteles no se reincorporó a la Academia, que a la sazón estaba regida por Jenócrates, sino que decidió fundar su propia escuela, que dirigió hasta el año 323 a.C., el mismo en que murió Alejandro Magno, pues viendo que, debido a motivos políticos (fue acusado de macedonismo), su vida peligraba en Atenas, marchó a la ciudad de Calcis, en la isla de Eubea, donde murió el año siguiente (322 a.C.).

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ACADEMIA PLATÓNICA

(del griego {U6"*Z:,4", akadémeia) Nombre dado a la escuela que, en el año 387 a.C., a la vuelta de su primer viaje a Sicilia, fundó Platón en las afueras de Atenas, junto al parque del santuario dedicado al héroe Akádemos. La Academia, consagrada a las Musas y a Apolo, y dedicada al cultivo de las matemáticas y la dialéctica, en oposición a la escuela retórica de Isócrates fundada en el 391, fue el centro de las enseñanzas de Platón y del platonismo. En el frontispicio, según se dice, figuraba la leyenda: «Nadie entre aquí si no es geómetra». Su programa de estudios se acomodaba probablemente al que se refleja en República (libro VII), al tratar Platón de la formación de los filósofos, y se llevaba a cabo mediante diálogos, debates, discusiones y lecciones tanto de Platón, como de discípulos aventajados y personalidades famosas que pasaban por Atenas.

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PRESOCRÁTICOS


Conjunto de pensadores griegos anteriores a Sócrates. Este término no denota solamente una clasificación cronológica, ya que entre los presocráticos se incluyen también filósofos contemporáneos de Sócrates pero que siguieron las orientaciones teóricas de los filósofos de los siglos VI y V a.C. (anteriores a la renovación conceptual realizada por Sócrates, que se toma como un punto de inflexión que marca la historia del pensamiento de forma decisiva). Entre los autores presocráticos contemporáneos de Sócrates destacan el atomista Demócrito, el naturalista ecléctico[1] Diógenes de Apolonia y muchos sofistas.

Los filósofos presocráticos fueron los primeros pensadores que rompieron con las formas míticas de pensamiento para empezar a edificar una reflexión racional.

Es decir, fueron los primeros que iniciaron el llamado «paso delmito al logos », proceso propiciado por las especiales características de espíritu crítico (ver texto) y condiciones sociales que permitieron una especulación libre de ataduras a dogmas y textos sagrados. En este sentido, son tanto filósofos como cosmólogos, físicos o, más en general, «sabios». Y, aunque comparten algunas características comunes, no forman un grupo bien definido sino que se dividen en diversas escuelas de pensamiento, a veces muy alejadas unas de otras.

Desde otra perspectiva, el pensamiento de los presocráticos plantea el problema de la ruptura o de la continuidad respecto del pensamiento anterior y respecto de las influencias del pensamiento oriental. Olvidada ya la tesis de un pretendido «milagro griego», los autores contemporáneos destacan tanto las raíces basadas en el pensamiento mítico del primer pensamiento presocrático (especialmente se destaca la influencia de la cosmogonía mítica de Homero y de Hesíodo), como la recepción de determinados desarrollos intelectuales (especialmente de la astronomía y la matemática) del pensamiento oriental (fundamentalmente caldeo, babilonio, persa y egipcio). Pero, si bien se dan estas influencias, también se destaca (ver «el paso del mito al logos») el aspecto radicalmente innovador y crítico del pensamiento de los primeros filósofos. Entre los milesios (Tales, Anaximandro y Anaxímenes) se desarrollará una cosmología y una cosmogonía sin referencia a dioses ni entidades sobrenaturales, en lugar de ello, se explica a partir de los conceptos de NbF4H (physis), GDPZ (arkhé) y i`F:@H (cosmos). Ya no se trata de una concepción mítica que intenta explicar apelando a unos orígenes remotos y a una historia, sino que se trata de una verdadera teoría. En este proceso los presocráticos comienzan a separarse de las representaciones antropomórficas.

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[1] Ecléctico: dícese de una teoría que se basa en múltiples teorías, estilos, ideas o para obtener información complementaria en un tema, o aplica diferentes teorías en casos particulares. 

SABIO / IDEAL DEL SABIO


Sabio (del latín sapiens, y en griego F@n`H -sofos-) es el que posee la sabiduría.

A partir del intelectualismo moral desarrollado por Sócrates, las escuelas morales del período helenístico tendieron a instaurar como paradigma moral la realización del ideal del sabio, basado en la práctica de la virtud que, según pensaban, solamente puede estar plenamente al alcance del sabio, puesto que sólo el que es poseedor del saber puede realmente conocer la virtud y practicarla. 

Con ello, la filosofía sustituye el paradigma moral del héroe (que había sido considerado como el modelo a seguir en la época arcaica, y cuya expresión se nos da en la Ilíada de Homero), por el paradigma moral del sabio. Sabio es, entonces, quien es poseedor del conocimiento y, en especial, del conocimiento dirigido a la acción moral. Tanto los estoicos como los epicúreos, los cínicos o los escépticos, defenderán la necesidad de alcanzar este estado que se caracteriza por la serenidad de espíritu, que unos llaman ataraxia y otros apatía, y por la autarquía (ver texto 1  y texto 2).

A partir de Filón de Alejandría, del gnosticismo y del neoplatonismo, irá apareciendo un nuevo modelo de sabiduría: el del saber religioso. A partir del triunfo del cristianismo se abandona el intelectualismo moral y el paradigma del sabio es sustituido por el del santo. Mientras que el sabio lo llega a ser mediante el estudio y el cultivo del conocimiento -por tanto, mediante el intelecto-, el santo adquiere su estado gracias a la voluntad y la gracia divina, de forma que el cristianismo supuso la sustitución del intelectualismo por una forma de voluntarismo y por la intervención de la providencia.

 
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INTELECTUALISMO MORAL


En general, tendencia a dar una importancia excesiva a la razón en materia de ética. En particular, la teoría ética atribuible a Sócrates, y según algunos autores también aunque en menor medida a Platón, según la cual la virtud se identifica con el saber, o bien que ciencia y moralidad son lo mismo. Esta identificación lleva a la paradoja socrática de que «nadie hace el mal a sabiendas», «nadie obra mal voluntariamente», o que sólo el ignorante obra mal.  

Aristóteles critica estos supuestos de Sócrates, apelando a la experiencia y aun a la propia conciencia, e introduce el concepto de la debilidad de la voluntad, o acrasia: se hace el mal también sabiendo que se obra mal, de modo que el conocimiento de lo justo y lo injusto es condición necesaria para obrar mal, pero no suficiente, y mucho menos condición suficiente y necesaria.
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Epicuro: carta a Meneceo


Cuando se es joven, no hay que vacilar en filosofar, y cuando se es viejo, no hay que cansarse de filosofar. Porque nadie es demasiado joven o demasiado viejo para cuidar su alma. Aquel que dice que la hora de filosofar aún no ha llegado, o que ha pasado ya, se parece al que dijese que no ha llegado aún el momento de ser feliz, o que ya ha pasado. Así pues, es necesario filosofar cuando se es joven y cuando se es viejo: en el segundo caso para rejuvenecerse con el recuerdo de los bienes pasados, y en el primer caso para ser, aún siendo joven, tan intrépido como un viejo ante el porvenir. Por tanto hay que estudiar los medios de alcanzar la felicidad, porque, cuando la tenemos, lo tenemos todo, y cuando no la tenemos lo hacemos todo para conseguirla.

Por consiguiente, medita y practica las enseñanzas que constantemente te he dado, pensando que son los principios de una vida bella.

En primer lugar, debes saber que Dios es un ser viviente inmortal y bienaventurado, como indica la noción común de la divinidad, y no le atribuyas nunca ningún carácter opuesto a su inmortalidad y a su bienaventuranza. Al contrario, cree en todo lo que puede conservarle esta bienaventuranza y esta inmortalidad. Porque los dioses existen, tenemos de ellos un conocimiento evidente; pero no son como cree la mayoría de los hombres. No es impío el que niega los dioses del común de los hombres, sino al contrario, el que aplica a los dioses las opiniones de esa mayoría. Porque las afirmaciones de la mayoría no son anticipaciones, sino conjeturas engañosas. De ahí procede la opinión de que los dioses causan a los malvados los mayores males y a los buenos los más grandes bienes. La multitud, acostumbrada a sus propias virtudes, sólo acepta a los dioses conformes con esta virtud y encuentra extraño todo lo que es distinto de ella.

En segundo lugar, acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que el bien y el mal no existen más que en la sensación, y la muerte es la privación de sensación. Un conocimiento exacto de este hecho, que la muerte no es nada para nosotros, permite gozar de esta vida mortal evitándonos añadirle la idea de una duración eterna y quitándonos el deseo de la inmortalidad. Pues en la vida nada hay temible para el que ha comprendido que no hay nada temible en el hecho de no vivir. Es necio quien dice que teme la muerte, no porque es temible una vez llegada, sino porque es temible el esperarla. Porque si una cosa no nos causa ningún daño en su presencia, es necio entristecerse por esperarla. Así pues, el más espantoso de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros porque, mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos. Por tanto la muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos porque para los unos no existe, y los otros ya no son. La mayoría de los hombres, unas veces teme la muerte como el peor de los males, y otras veces la desea como el término de los males de la vida. [El sabio, por el contrario, ni desea] ni teme la muerte, ya que la vida no le es una carga, y tampoco cree que sea un mal el no existir. Igual que no es la abundancia de los alimentos, sino su calidad lo que nos place, tampoco es la duración de la vida la que nos agrada, sino que sea grata. En cuanto a los que aconsejan al joven vivir bien y al viejo morir bien, son necios, no sólo porque la vida tiene su encanto, incluso para el viejo, sino porque el cuidado de vivir bien y el cuidado de morir bien son lo mismo. Y mucho más necio es aún aquel que pretende que lo mejor es no nacer, «y cuando se ha nacido, franquear lo antes posible las puertas del Hades». Porque, si habla con convicción, ¿por qué él no sale de la vida? Le sería fácil si está decidido a ello. Pero si lo dice en broma, se muestra frívolo en una cuestión que no lo es. Así pues, conviene recordar que el futuro ni está enteramente en nuestras manos, ni completamente fuera de nuestro alcance, de suerte que no debemos ni esperarlo como si tuviese que llegar con seguridad, ni desesperar como si no tuviese que llegar con certeza.

En tercer lugar, hay que comprender que entre los deseos, unos son naturales y los otros vanos, y que entre los deseos naturales, unos son necesarios y los otros sólo naturales. Por último, entre los deseos necesarios, unos son necesarios para la felicidad, otros para la tranquilidad del cuerpo, y los otros para la vida misma. Una teoría verídica de los deseos refiere toda preferencia y toda aversión a la salud del cuerpo y a la ataraxia [del alma], ya que en ello está la perfección de la vida feliz, y todas nuestras acciones tienen como fin evitar a la vez el sufrimiento y la inquietud. Y una vez lo hemos conseguido, se dispersan todas las tormentas del alma, porque el ser vivo ya no tiene que dirigirse hacia algo que no tiene, ni buscar otra cosa que pueda completar la felicidad del alma y del cuerpo. Ya que buscamos el placer solamente cuando su ausencia nos causa un sufrimiento. Cuando no sufrimos no tenemos ya necesidad del placer.

Por ello decimos que el placer es el principio y el fin de la vida feliz. Lo hemos reconocido como el primero de los bienes y conforme a nuestra naturaleza, él es el que nos hace preferir o rechazar las cosas, y a él tendemos tomando la sensibilidad como criterio del bien. Y puesto que el placer es el primer bien natural, se sigue de ello que no buscamos cualquier placer, sino que en ciertos casos despreciamos muchos placeres cuando tienen como consecuencia un dolor mayor. Por otra parte, hay muchos sufrimientos que consideramos preferibles a los placeres, cuando nos producen un placer mayor después de haberlos soportado durante largo tiempo. Por consiguiente, todo placer, por su misma naturaleza, es un bien, pero todo placer no es deseable. Igualmente todo dolor es un mal, pero no debemos huir necesariamente de todo dolor. Y por tanto, todas las cosas deben ser apreciadas por una prudente consideración de las ventajas y molestias que proporcionan. En efecto, en algunos casos tratamos el bien como un mal, y en otros el mal como un bien.

A nuestro entender la autarquía es un gran bien. No es que debamos siempre contentarnos con poco, sino que, cuando nos falta la abundancia, debemos poder contentarnos con poco, estando persuadidos de que gozan más de la riqueza los que tienen menos necesidad de ella, y que todo lo que es natural se obtiene fácilmente, mientras que lo que no lo es se obtiene difícilmente. Los alimentos más sencillos producen tanto placer como la mesa más suntuosa, cuando está ausente el sufrimiento que causa la necesidad; y el pan y el agua proporcionan el más vivo placer cuando se toman después de una larga privación. El habituarse a una vida sencilla y modesta es pues un buen modo de cuidar la salud y además hace al hombre animoso para realizar las tareas que debe desempeñar necesariamente en la vida. Le permite también gozar mejor de una vida opulenta cuando la ocasión se presente, y lo fortalece contra los reveses de la fortuna. Por consiguiente, cuando decimos que el placer es el soberano bien, no hablamos de los placeres de los pervertidos, ni de los placeres sensuales, como pretenden algunos ignorantes que nos atacan y desfiguran nuestro pensamiento. Hablamos de la ausencia de sufrimiento para el cuerpo y de la ausencia de inquietud para el alma. Porque no son ni las borracheras, ni los banquetes continuos, ni el goce de los jóvenes o de las mujeres, ni los pescados y las carnes con que se colman las mesas suntuosas, los que proporcionan una vida feliz, sino la razón, buscando sin cesar los motivos legítimos de elección o de aversión, y apartando las opiniones que pueden aportar al alma la mayor inquietud.

Por tanto, el principio de todo esto, y a la vez el mayor bien, es la sabiduría. Debemos considerarla superior a la misma filosofía, porque es la fuente de todas las virtudes y nos enseña que no puede llegarse a la vida feliz sin la sabiduría, la honestidad y la justicia, y que la sabiduría, la honestidad y la justicia no pueden obtenerse sin el placer. En efecto, las virtudes están unidas a la vida feliz, que a su vez es inseparable de las virtudes.

¿Existe alguien al que puedas poner por encima del sabio? El sabio tiene opiniones piadosas sobre los dioses, no teme nunca la muerte, comprende cuál es el fin de la naturaleza, sabe que es fácil alcanzar y poseer el supremo bien, y que el mal extremo tiene una duración o una gravedad limitadas.
En cuanto al destino, que algunos miran como un déspota, el sabio se ríe de él. Valdría más, en efecto, aceptar los relatos mitológicos sobre los dioses que hacerse esclavo de la fatalidad de los físicos: porque el mito deja la esperanza de que honrando a los dioses los haremos propicios mientras que la fatalidad es inexorable. En cuanto al azar (fortuna, suerte), el sabio no cree, como la mayoría, que sea un dios, porque un dios no puede obrar de un modo desordenado, ni como una causa inconstante. No cree que el azar distribuya a los hombres el bien y el mal, en lo referente a la vida feliz, sino que sabe que él aporta los principios de los grandes bienes o de los grandes males. Considera que vale más mala suerte razonando bien, que buena suerte razonando mal. Y lo mejor en las acciones es que la suerte dé el éxito a lo que ha sido bien calculado.

Por consiguiente, medita estas cosas y las que son del mismo género, medítalas día y noche, tú solo y con un amigo semejante a ti. Así nunca sentirás inquietud ni en tus sueños, ni en tus vigilias, y vivirás entre los hombres como un dios. Porque el hombre que vive en medio de los bienes inmortales ya no tiene nada que se parezca a un mortal.
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Carta a Meneceo, de R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua, Herder, Barcelona 1982, p.93-97.
Prof. Lic. Claudio Andrés Godoy

Filosofía estoica: el ideal del sabio


82. Dicen que todos los sabios son austeros e impasibles, pues ni ellos hablan de deleites, ni admiten lo que de los deleites hablan otros; pero que también hay otro austero (se refiere a las malas personas), comparable al vino áspero, que mejor es para medicamentos que para bebida. Que los sabios son incorruptos y sinceros, pues se guardan de ostentar lo que son por medio de apariencias que oculten los defectos y hagan manifiestas las buenas prendas. Que tampoco de voces y rostros. Que están ajenos de los negocios, pues huyen de hacer cosa alguna sino oficios. Que beben vino, sí; mas no se embriagan. Que no pierden el juicio; pero sin embargo, caen a veces en algunas fantasías o imaginaciones extrañas, por melancolía o delirio, no por razón de cosas que deseen, sino por defecto de la naturaleza. Ni siente dolor el sabio, puesto que el dolor es una irracional contracción del ánimo, como dice Apolodoro en su Moral. Que los sabios son divinos, pues parece tienen a Dios en sí mismos; y que el malo o ignorante es ateo. Que el ateo es de dos maneras: uno, el que se llama contrario a Dios; otro, el que menosprecia a Dios; pero esto no se halla en todos los malos. Que los sabios son religiosos y píos, como prácticos que están en el derecho divino, pues la piedad es ciencia del cultivo divino. Que sacrifican por sí mismos a los dioses y son castos; puesto que detestan los pecados contra los dioses; y aun los dioses mismos los aman porque son santos y justos en las cosas divinas.

84. Dicen que el sabio gobernará la República si no hay embarazo, como lo dice Crisipo en su libro I de las Vidas, pues reprimirá los vicios e incitará a las virtudes. Que se casará también a fin de procrear hijos, según escribe Zenón en su República. Que no se mezclará en cosas opinables, esto es, nunca dará asenso a falsedad alguna. Que deberá abrazar la secta cínica, por ser un camino breve y compendioso para la virtud, según Apolodoro en su Moral Que comerá también carne humana según las circunstancias fueren. Que sólo él es libre; los malos e ignorantes son siervos. Que la libertad es la potestad de obrar por sí; la esclavitud es la privación de esta libertad. Que hay otra esclavitud, consistente en la subordinación; y aún otra tercera, que consiste en la posesión y subordinación (a la cual se opone el dominio), y que también es mala. Que los sabios no sólo son libres, sino también reyes; siendo el reinar un mando a nadie dañoso, que existe sólo entre los sabios, como dice Crisipo en el libro intitulado Que Zenón usó de los nombres con propiedad. Escribe allí que el príncipe debe entender acerca de bienes y males, y estas cosas ningún ignorante las sabe.

85. También que solos ellos, y ninguno malo, son aptos para los magistrados, para los juicios y para la oratoria. Que son impecables, como que no pueden caer en pecado. Que son inocentes, pues ni dañan a otros ni a sí mismos. Que no son misericordiosos ni perdonan a nadie, pues no remitirán las penas puestas por las leyes (ya que la condescendencia, la misericordia, la mansedumbre no son cosas propias del ánimo de quien se crea útil para la justicia) ni las tendrán por muy duras. Asimismo, que el sabio nada admira de lo que parece extraordinario, verbigracia, los plutonios, el flujo y reflujo del mar, las fuentes de aguas termales y los volcanes. Dicen igualmente que el sabio nunca vive solo, pues está acompañado de la naturaleza y de las operaciones. Se ocupará también en ejercicios para hacer el cuerpo a la tolerancia.

86. Dicen que el sabio orará pidiendo bienes a los dioses. Así lo escriben Posidonio en el libro I De los oficios, y Hecatón en el XIII De las cosas raras. Dicen asimismo que sólo en los sabios existe la amistad, por razón de la semejanza; y que la amistad es una comunión o comunicación entre los amigos, de las cosas necesarias de la vida. Prueban que el amigo debe elegirse por él mismo; que es bueno tener muchos amigos, y que no hay amistad entre los malos. Que no se ha de contender con los ignorantes o necios; y que todos los ignorantes son dementes, puesto que no siendo sabios todo lo ejecutan por una ignorancia igual a la demencia. Que el sabio hace bien a todos, al modo que decimos que Ismenias fue diestro flautista. Que todas las cosas son de los sabios, pues la ley les da potestad cumplida. Que también hay algunas cosas de los ignorantes, sean de la República, sean propias, pero como a posesores injustos.

87. Que las virtudes se siguen mutuamente unas a otras, y quien posee una las posee todas; pues las especulaciones de todas son comunes, como dice Crisipo en el libro De las virtudes, Apolodoro en su Física antigua, y Hecatón en el libro III De las virtudes. Que el virtuoso es especulativo o contemplativo, y apto para ejecutar lo que conviene; y las cosas que conviene se hagan, también deben ser elegidas, sostenidas, distribuidas y constantemente defendidas. Por lo cual si ejecuta con elección algunas cosas, otras con tolerancia, distributivamente otras, y otras constantemente, es así prudente, valeroso, justo y templado. Y principalmente cada una de las virtudes versa respectivamente acerca de su propio objeto, verbigracia, el valor acerca de su tolerancia; la prudencia acerca de lo que debe practicarse, no practicarse o mirarse con indiferencia. Del mismo modo versan los demás sobre sus propios objetos, verbigracia, a la prudencia se sigue el buen consejo e inteligencia; a la templanza, el buen orden y la modestia; a la justicia, la equidad y probidad, y al valor la constancia y permanencia de ánimo.

88. Son de opinión que entre la virtud y el vicio no hay medio (al contrario de los peripatéticos, que dicen que el provecho es medio entre la virtud y el vicio), pues así como un palo, dicen los estoicos, es preciso sea recto o torcido, así una cosa o es justa o injusta, sin contar con el más o menos. Y así de las demás cosas Crisipo dice que la virtud es amisible; Cleantes, que es inamisible; aquél que puede perderse por la embriaguez y por la cólera; éste, que no puede perderse, por lo muy arraigada. Que es apetecible; que nos avergonzamos de las malas obras, conociendo que sólo es bueno lo honesto; y que ella sola basta para la felicidad, como dicen Zenón, Crisipo en el libro I De las virtudes y Hecatón en el libro II De los bienes, porque si la magnanimidad, dicen, es bastante para superarlo todo, y ella es parte de la virtud, es también la virtud bastante para la felicidad, despreciando justamente todas las cosas que parezcan graves y turbulentas.
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Diógenes Laercio, Vidas de los más ilustres filósofos griegos, Orbis, Barcelona 1985, Vol II, p.75-77.

Prof. Lic. Claudio Andrés Godoy